CRONICA DE UNA CORRIDA DE TOROS EN EL PUERTO DE SANTA MARIA
Se habían apagado los clamores de protesta por la supresión de la fiesta nacional en Cataluña.
Aún flotaban por las gradas de la plaza vellos en suspensión, de los que se le erizaron a los aficionados al sentir el escalofrío que les produjo, tras el largo, tenso y enfervorizado minuto de silencio, cuando el torero Ponce, solicitó a la autoridad que en lugar del pasodoble previsto, tocasen el himno nacional. Muchos al oírlo, sintieron alzarse sus vellos sobre su piel de gallina. A otros, la emoción les hizo aflorar lágrimas en los ojos, y a todos, elevar a la quintaesencia sus sentimientos. Hoy la plaza, estaba “abarrotá”. Apenas un pequeño claro sin cubrir de cien escasas plazas.
Sol fuerte. Levante encabritado. Poco propicio al lucimiento. Una paleta multicolor, que se iniciaba con las banderas enhiestas, marcando sobre el viento toda su superficie en el circular techo de la plaza, como antorchas patrias. El cromático aspecto de las gradas. El albero en oro de veinticuatero quilates, recién lavado y peinado, y sus dos anillos de plata. Su barrera en rojo de henna nazarí. Siete en punto de la tarde. Dos clarineros al unísono hacen sonar sus clarines.
¡Qué suerte! Hoy es la corrida goyesca. Dos alguacilillos, ataviados al estilo del siglo XVIII, irrumpen en el ruedo a lomos de sendos caballos cartujanos del Hierro del Bocado. Espléndidas estatuas en carne viva, luciendo unas crines que caen como cascadas de nieve sobre sus poderosos cuellos y haciendo alarde de una exquisita doma clásica y vaquera, recorren el ruedo con su majestuoso ritmo acompasado.
En mi ensoñación, miré hacia el palco por si veía la bobalicona cara de Carlos IV. Tampoco estaba Godoy. En su lugar, presidía una señora que la Junta de Andalucía había designado, y que al decir de los aficionados no lo hace mal. Intenté incluso escudriñar entre las barreras por si veía los ojos de un Goya observador, pero no, eso sería hace doscientos años.
Con la venia de la presidencia, los alguacilillos se ponen al frente de las cuadrillas que hoy no llevan trajes de luces, ni brillos, ni lentejuelas. Chaquetillas y taleguillas con tejidos de seda o satén, en turquesas, fucsias y marfiles, filigranas de pasamanería y tocados en lugar de montera, por un bicornio. Los primeros, los matadores que saludan al público y luego, en un ceremonial casi místico, se giran para repetir el saludo entre ellos y a sus subalternos y éstos a los picadores y los picadores a los monosabios en un ritual ancestral que tiene mucho de plegaria colectiva, de evocación de sortilegio con deseo solidario de suerte. Y se inicia el paseíllo al son del pasodoble España Cañí del Maestro Tejera.
Comienza la corrida. He visto la incomparable estampa del toro de lidia, cargando con toda la fuerza y la fiereza como corresponde a su estirpe, atacando a esas torres de potentes percherones. He visto el enfrentamiento de poder a poder del banderillero, que a treinta centímetros de dos facas inmisericordes sale del trance con un primoroso quiebro. A un maestro y un toro que en escasos minutos son trasunto de un artístico ballet, arrancando los olés más enfervorizados y obligando a la banda municipal a poner su contrapunto al momento de éxtasis colectivo. Unos minutos más y una certera estocada provoca el delirio de un público, que apenas ha tenido tiempo de ver si el toro ha sufrido o no. Creo que tampoco el toro ha dado señales de esa sensación. Ha rodado sin puntilla. Ha tenido una muerte rápida después de una dulce vida.
Una semivuelta al ruedo de las mulillas, permite que los aficionados despidan al toro, que ha demostrado con su bravura, ser digno de una rápida y certera muerte, sin necesidad de ser cebado en un establo para un fin más prosaico, llevándoselo entre los aplausos del público y los secos chasquidos de los látigos de los muleros, que como interjecciones de admiración le acompañarán hasta el patio.
Antes del arrastre, el torero ha conseguido trocar los mil colores de los tendidos, en una marea blanca de pañuelos agitándose como palomas en dirección a un palco, que premia al torero por su arte, aunque el protagonista haya sido el toro.
Esto es lo que ví. Me encandiló, me emocionó y así lo cuento. Los críticos, harán la segunda parte de esta crónica. Viva la fiesta nacional!!
Alberto Boutellier
21 agosto 2010
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