El termómetro no sube de los 12º y son las 10 de la mañana. Me dirán que no está mal para un 22 de enero, superado el primer tercio del invierno cuando España tirita a causa de una ola de frío siberiano. Aparco mi coche en la ribera del Guadalete, esa gran guardería de coches que cansados de consumir carburante en busca de un hueco en el recinto urbano, terminan en el exilio del cada vez más alejado confín. No viene del todo mal, pues permite un ejercicio físico que de otra forma no se halla oportunidad.
Las gaviotas residentes en la lonja de la margen izquierda del río, con probable esclerosis en sus arterias por el escaso batir de sus alas en busca de alimentos, graznan constantemente con esos gritos lastimosos, que más bien parecen los quejidos aflamencados de una soleá o de un martinete.
Paso por delante de La Taberna La Gaviota, habitualmente llena de clientes hasta la puerta donde suele haber algún pescador, que en una cestilla expone a la venta un exiguo ranchillo de peces arrancados con eterna paciencia en la bahía. Hoy no hay nadie y me extraña. Vuelvo sobre mis pasos y entro en el bar. Confieso que es la primera vez que la visito en 36 años. Es un pequeño bar de no más de treinta metros cuadrados para clientes, y unos veinte de trastienda. Cuatro mesas ocupadas por cuatro pescadores cada una, en dos se juega al dominó, en las otras, a las cartas donde se dirime quien será el pagano del café o simplemente la honrilla del vencedor. Enfrente, un mostrador y a su espalda varias docenas de trofeos adornan las estanterías que no sé si proceden de torneos de estas timbas o de otro tipo de concurso. La única mesa sin jugadores está ocupada por un parroquiano que parece ajeno al resto de clientes.
-Buenos días, le digo, ¿Puedo sentarme?
-Naturalmente que sí.
Me presento y le digo que suelo escribir artículos, relatos… y que me ha llamado la atención este santuario, refugio de viejos pescadores, que apuran el último tramo de su vida entre fichas, cartas, chanzas y algún que otro mosqueo por un fallo del compañero, y que les permite pasar el tiempo en el único reducto posible, donde se olvidan las penurias de sus indignas pensiones.
-Pues yo me llamo José Camacho.
-¿Qué edad tiene Vd. José?
-82 años
José, está tocado con una gorra de visera de color piel de ratón, camiseta, camisa y chaqueta. Un aspecto sereno, saludable y hasta venerable. Le pregunto si no tiene inconveniente en contarme sus experiencias como pescador. Acepta y coloco en la mesa la libreta y una grabadora al tiempo que paseo mi vista por el resto del local.
Un remedo de artesonado mudéjar, huérfano de decoración, donde unas vigas negras son entrelazadas por listones a juego, lucen en su techo como único adorno, de él penden cuatro ventiladores de cuatro aspas, probablemente, de los primitivos S&P de mediados del siglo XX, al contrario de sus paredes donde no queda un centímetro sin ocupar. Estas, en su parte superior, a las que están adosados unos arcos de medio punto, sirven de marco para unas pinturas que representan un paisaje del rio Guadalete y al fondo El Resbaladero; en el paramento de enfrente, otra pintura con rederos en plena faena de reparación y un pesquero amarrado al muelle. Debajo, y sobre el techo de los urinarios, reposan desde tiempo lejano, unas enormes botellas de cinco litros de Veterano, Caballero y Anís del Mono, cuyos goyetes están tocados por una gorra de guardia urbano, con esas cuadrículas de los librillos de papel de fumar Jean, una gorra de plato de algún marino de graduación y un sombrero de paja, dándole un aire de museo; este marco se remata por la custodia que de ellos hacen sendas escafandras de buzo en un cobre obscurecido por el tiempo.
Continuará…
© Alberto Boutellier Caparrós
Hola, Alberto. Veo que has entrado en blogspot y me apuntado como seguidor de tu blog. El otro, creo que es de Ideal, ¿lo vas a dejar?. Te lo pregunto porque en mi sidebar lo tengo como recomendado y si vas a utilizar éste lo cambiaría.
ResponderEliminarUn abrazo