Han bastado unos días del espléndido sol que nos protege durante gran parte del año, para que cambie, no solo el ánimo, sino también, nuestro aspecto físico. Hemos empezado a despojarnos de las prendas que no evitaban el que, los mayores, camináramos con los hombros encogidos, como si de esa forma nos expusiéramos menos al largo invierno que hemos sufrido.
Ese luminoso sol que potencia el color cerúleo de nuestra bóveda, sí, ese azul celeste que logra fundirse con el turquesa del mar y que es regalo, sin cargo y tan generosamente gracioso, que nos invita a su disfrute y nos predispone al optimismo; ese cielo es el que, este viernes, me hizo descubrir el anuncio de una nueva primavera.
Era mediodía y la Puerta del Sol, no la abigarrada y metropolitana Puerta madrileña del kilómetro cero o del oso y el madroño, sino la Puerta del Sol de la recién revestida con la dignidad de Basílica menor, nuestra bellísima Prioral, la que consiente que se enreden en un delicioso juego de convivencia el barroco y el plateresco de la Bahía, es la que me anticipaba la próxima llegada de la primavera.
Abandonaba la plaza de Juan Gavala, plaza multicolor gracias a las dos floristerías que la embellecen, cuando oí un alegre repiqueteo, trasunto de tambores de Domingo de Ramos o de castañuelas de feria; el ruido venía del cielo y era el crotorar rítmico de los sonoros picos de las cigüeñas que, en acompasados acordes, nos mostraban sus preludios amorosos entre engarces de cuellos, miradas al cielo y estiramientos de alas. La cámara del móvil me permitió improvisar unas instantáneas que, a pesar de su escasa calidad, dejaban constancia de la belleza con que me sentí gratificado este viernes pasado, en el que las cigüeñas y la Puerta del Sol de nuestra Basílica, me hicieron sonreír esperanzado.
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