sábado, 18 de abril de 2015

RECUERDOS


Intento encontrar respuestas, tal vez quiméricas, a preguntas razonables. Me sumerjo en esa maravillosa tela de araña que constituye el dédalo de nuestras terminaciones neuronales, en pos de una luz que disipe las tinieblas de mi ignorancia. En esta quimera, consigo llegar hasta el sistema límbico, y allí descubro al íntimo hipotálamo, ahormado por el abrazo del hipocampo. La ciencia nos enseña que en el primero se generan las emociones y en el segundo se archivan.
¿Por qué esta torpe incursión mía en el mundo científico, donde el cerebro se erige como la máquina más perfecta que pueda imaginarse?
Pues simplemente por una inexplicable coincidencia.
Hace unos días percibí en una tahona el olor a pan, que en alguna época me era normal. Me detuve un momento. Cerré los ojos durante un instante. Sentí como mi hipocampo se estremecía, se alteraba, gritaba al tiempo que sacudía mi memoria. Me reprodujo un olor archivado durante setenta años. Me lo repitió tal como era. Extrajo la imagen de su seno y me llevó a mis diez o doce años. Siguió hurgando y me transportó al Valle de Arán en los años cuarenta, donde viví durante doce meses las cuatro estaciones. Siguió pródigo en recuerdos. Rememoré el olor del heno recién cortado por las guadañas de aquellos payeses que, empuñadas a dos manos y describiendo semicírculos, segaban la vida verde para convertirla en alimento. En los descansos intermitentes aprovechaban para, de una funda de cobre amarrada a la cintura, extraer aquella piedra de afilar con la que acariciaban cuatro o cinco veces cada cara de la siempre siniestra figura y contemplar el brillo refulgente de su filo. Podía oír los roces de la piedra sobre acero... El rumor torrencial de las aguas del Garona… saltando las redondeadas piedras, refugio de las truchas arco iris. Los silencios infinitos de los prados, solo heridos por el mugido aislado de aquellas vacas de piel canela. Y la búsqueda de los rovellons tan fáciles de encontrar e identificar. Y las nueces al pié del nogal, con una pequeña tronera por donde las ardillas habían extraído el fruto. Y la nieve de la que no percibo… ninguna sensación de frío; solo su blancura… Un año de cálidos olores y sensaciones. Un regusto amargo de algo perdido y una sensación de agradecimiento, porque mi pituitaria es capaz, a través del archivo de mi hipocampo, de activar estos recuerdos, que, solo en contadas ocasiones, surgen espontáneos y cada vez es más difícil rescatar.
Por eso mi pregunta razonable es saber, si en la terrible amenaza del Alzheimer, que sobrevuela nuestra vejez, el hipotálamo, celoso guardián de nuestros arcanos, en su intimidad, permite a los poseídos, algún extraño atajo que les lleve a revivir sus recuerdos, que aunque sin poderlo exteriorizar, al menos en alguna ocasión, se pudiera apreciar el esbozo de una sonrisa, que hasta el momento está vedada y nos enviaría el mensaje de un momento de felicidad...
(Publicado el 8 de enero de 2013 en Diario de Cádiz a través de la Academia de Bella Artes Santa Cecilia)

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