Esta mañana, sobre las 12h, entré en Correos con la pretensión de enviar a
Madrid un paquete con libros para mi
amigo Pepe Plana.
Tenía por delante a veinte
personas y, mientras llegaba mi turno, decidí que, por lo menos un cuarto de
hora, podría dedicarlo a contemplar la Plaza del Polvorista. Las rutinas nos conducen
absortos, para resolver nuestras gestiones y, como dice Paulo Coello en su
Alquimista, llevamos en nuestras manos una cuchara con gotas de aceite que, en
nuestro deambular, para evitar que se
derrame, fijamos en ella nuestra vista, sin advertir apenas lo que nos
rodea.
Dejé mi simbólica cuchara en el
mostrador y salí a la calle. La luz cerúlea de este bellísimo cielo de mayo iluminaba
la plaza acariciándome los placenteros veinticinco
grados de temperatura, y se hizo el milagro. En cuarenta años nunca me había
detenido a contemplarla; solo la veía.
Es cierto que los vehículos
aparcados en los sesenta metros de lado de esta plaza cuadrangular la
convierten, en apariencia, simplemente en un aparcadero, y es poca la belleza
que aportan al paisaje, tanto los cincuenta automóviles, como los malolientes
contenedores de basura que obstaculizan
su costado este; pero haciendo abstracción de estas servidumbres, y levantando
un poco la vista, los ojos se me llenaron de la belleza que, en estos días, nos
ofrecen las jacarandas en plena flor adornando el este y el oeste de la plaza;
ya empiezan a alfombrar el albero petrificado de la solería; se complementan
con palmeras que resistieron al voraz picudo y que hoy siguen orgullosas
flanqueando el norte y el sur alternándose con naranjos.
Me sentí atraído por su interior;
pude contemplar unas adelfas floridas, una gigantesca tuya con ínfulas de
ciprés y unos setos con un verde provocativo esculpidos por la poda de manos con
arte. Una fuente que semeja una maceta plana de la que brotan veinte chorros de
su perímetro y describen una parábola que va a encontrarse con el central,
enhiesto como lanza que desafía la gravedad, al que acompañan otros cinco
satélites como hijuelos.
Unos minutos estuve contemplando
el rumoroso borboteo de las aguas cristalinas, que amortiguaron el cotorrear de
algunas familias de periquitos aclimatados en las palmeras.
He contemplado con sorpresa el
busto de Alberti que preside esta plaza; parece que el escultor ha suavizado el
habitual gesto adusto del universal poeta, con el que el tiempo castiga la senectud,
pero es que, con todo lo que le rodea, casi debería estar sonriente.
Un césped cuidado complementa
este oasis que, rodeado de vehículos, hace que muchos portuenses pasen por aquí,
sin advertirlo, pendientes de su cucharita y las gotas de aceite.
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