viernes, 18 de diciembre de 2015

ME HE CONVERTIDO EN DUENDE (Relato de verano)


Pues sí, soy un duende, y he decidido ver qué ocurre un día festivo con una familia jienense que, hace una semana, ha adquirido un coche utilitario de segunda mano y pretende estrenarlo pasando un día en la playa de Salobreña. Me subo al salpicadero, a la altura del volante, porque desde allí tengo mejor visión de lo que sucederá en el interior del vehículo. El coche se encuentra estacionado en una barriada de Jaén, próximo a la autovía. Desde donde me encuentro, observo que se abre la ventana del tercer piso donde reside el matrimonio Juan Español Español y María Esclava de la Casa. Se asoma Juan. Echa una mirada de cariño a su coche azul oscuro aparcado, por suerte, en la acera de enfrente a cien metros del portal. Sólo ve el techo y un poco del lateral. Suficiente para echarle una sonrisa.
-¡María! ¡María!, son ya las 8 y no sé a qué hora piensas que vamos a salir. La playa de Almuñécar está a 170 km. Como muy pronto, no llegaremos hasta la 11.
-Bueno y ¿¡qué quieres que haga, Juan!?, estoy levantada desde las 5; he tenido que hacer dos tortillas, freír dos kilos de filetes empanados y preparar cuatro litros de sangría. No sé dónde poner la sandía de 12 Kg. que se te ha antojado comprar; dejar la cocina recogida, preparar tu bañador y el de los 4 niños; sacar del altillo la mesa plegable, las cuatro sillas, la hamaca de tu madre y el paraguas de tamaño gigante para velador de terraza, regalo de tu amigo el representante de Coca Cola. Dejar aseado el cuarto de baño, que lo habéis dejado hecho una pocilga. Tú te has levantado a las 8, te has duchado, y todo lo que has hecho ha sido asomarte a la ventana, para echarle una miradita de amor a tu coche…
-Bueno, María, no te enfades. ¿Te queda mucho, cariño? 
¿No, me aliso un poco el pelo y bajamos.
Como no hay ascensor, bajan por la escalera con toda la impedimenta playera. Juan lleva la nevera y la sandía. El resto se lo reparten entre María y los niños. La abuela ya tiene bastante con el bastón.
-Esperadme aquí en el portal –dice Juan-, que voy a por el coche. 
Son las 8.30 y ya en Jaén marcan 29º a la sombra.
Juan coloca sobre la baca el paraguas. Entonces repara, que su flamante coche es un cochecito; sobresale el paraguas por delante del parabrisas y por detrás a la altura del maletero; este se queda pronto pequeño al introducir la nevera, la mesa y las cuatro sillas. La butaca acompaña al paraguas en la baca. El cochecito tiene un cierto aire moruno, como los que en estas fechas atraviesan España de Pirineos a Algeciras.
María grita a los niños… 
-Por favor, sacad el aire de los flotadores y del balón de nivea; ya los hincharéis en la playa. Acomodan a la abuela en el asiento trasero con tres niños: el mayor, ya un zangolotino, con su radio cassette de buen tamaño, y el pequeño, sentado sobre las faldas de la madre. Juan recuerda que la Guardia Civil pone multas, 300 euros la más barata, y le grita a María: 
-¡El niño atrás!
-Sí ¿pero dónde? 
-¡En la falda de la abuela!
-¡Pero eso como va a ser, si está todo el día quejándose de la cadera! 
-¡Pues yo no me arriesgo a una multa! 
Por fin colocan al niño atrás, que se acomoda como puede entre los hermanos. Juan se pone al volante. Mira a su mujer… 
-María, ¿se te olvida algo? 
-No sé si he apagado el gas… 
-¡Cómo me dices eso ahora! 
-No, perdona, creo que lo apagué. 
Juan esboza una sonrisa, pone la refrigeración del coche en marcha, conecta su compact, y a medio volumen, un disco de los Chichos. El niño atrás enciende su radio cassette y sintoniza, a más volumen que su padre, a Estopa. Tras un tira y afloja Juan convence al niño para que utilice los auriculares y reina un poco la paz. Enfilan por fin la autovía. Son las 9 de la mañana y Juan está en la cola de la gasolinera. Tiene siete coches delante. Desde mi cómoda posición, sentado en el salpicadero, observo a la abuela que, nerviosa, regaña a los niños que no pueden estarse quietos y no paran de enredar. Juan comienza a ponerse nervioso.
-¡Mira que son lentos! ¡La gente está dormida! 
Por fin puede repostar, pero han pasado 20 minutos. 
-Bueno, ¡A la playa!-grita contento Juan. 
Ya estaban en carretera; no habían hecho más de 20 kms y las 10 de la mañana, pero ilusionados con oler pronto a mar. Observo cómo a Juan le salen unas gotitas de sudor, que perlan sus sienes y su labio superior. María se aferra a su abanico. La abuela sopla. Ya el sol estaba llegando al zenit y, cerca de Granada, ya la temperatura marca los 38 grados. Las ventanas del coche cerradas a cal y canto. María, sofocada, ya no pudo aguantar más y le dijo a su marido:
-Juan, ¿no decías que el coche tenía aire acondicionado? 
-¡Y lo tiene! Afirmó con rotundidad.
-Es que aquí dentro hace mucho calor; yo creo que más de 40º.
-Pues María, si aquí dentro hace calor, imagínate como estarán en Jaén, los pobres tienen que estar ahogándose. 
-¡Ahogándome estoy yo, Juan! ¿Tú estás seguro que este coche tiene aire acondicionado? terminó gritándole.
-Bueno,... refrigerado… 
-Papá! -le dice el niño mirando por encima del asiento- el botón del aire está en rojo. 
-¡Maldita sea!, el que me vendió el coche, me dijo, que esa posición era para acondicionar el aire. 
-Papá, ¡pero si lo que llevas puesto es la calefacción!
Yo, que como duende, no estaba sujeto a los vaivenes de las temperaturas, por poco me desintegro, pero de la risa.
Abandoné el salpicadero porque me sospechaba la llegada a la playa. Encontrar aparcamiento. Un km.de recorrido hasta la arena cargados con la impedimenta. A la abuela se le hunde el bastón y le cruje la cadera. No protesta… ¡Por fin la arena! Plantan la sombrilla. Se levanta un poco de aire. 
-¡Niño tapa la nevera! 
La abuela se sienta. Por fin los niños corren hacia el agua. No habían transcurridos dos minutos... 
-¡Mama tengo hambre! 
-Niños esperad un momento que me quedo sin resuello. 
La abuela de desparrama sobre la butaca. 
-¡Mama tengo hambre! 
-¿Otra vez? 
Uno de los niños viene desde el agua corriendo. Cruza la arena caliente, se quema los pies y pega un salto para caer dentro de la inmensa sombra del parasol de CocaCola. Al saltar, levanta un palmo de arena, que el levante dichoso filtra en la cesta de las tortillas…
Juan se ha ido corriendo al agua. No se da cuenta del tiempo, pero lleva media hora. Grita, ¡María, ven a refrescarte!. María no oye. Se afana por quitar la arena de las tortillas. Menos mal que los “empanaos” están indemnes. María por fin, se sienta, agobiada…
Llega Juan: 
-¡María el agua está buenísima! Vamos, ven a bañarte. 
María se echa a llorar. 
-Pero qué te pasa ahora, ¿no estás contenta? 
-Sí estoy contenta, pero es que me olvidé el bañador en casa.
Como duende decidí cambiar de familia, pues me imaginé el regreso. Creo que Juan, que no se había puesto protección solar, parecía un langostino pescanova, y se pasó el tiempo jurando en arameo. A María le brotaron unas lágrimas que nadie vio. Algún día seremos igual a los hombres, suspiró.

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