Hace un par de meses, paseaba y me solazaba con la naturaleza gracias al encanto que representa el Parque Calderón, y que por la consuetudinaria rutina de verlo, quizá no era suficientemente valorado. Me refería a sus araucarias, a sus majestuosos ficus, y sobre todo, a sus más de cien palmeras sucesoras del antiguo vergel de principios del siglo XX.
Me recordaron otras centenarias joyas pretéritas; los cien palacios, orgullo de aquellos cargadores de Indias que dieron esplendor a la ciudad, y que construídos entre los siglos XVII y XVIII, nacieron en competencia por alcanzar el máximo prestigio dotándolos de toda suerte de mármoles italianos, yeserías, columnas, patios porticados y hasta artesonados de origen mudéjar, en su frenesí por ser punto de referencia e imprimiéndoles un carácter regio; alguno llegó a albergar a los reyes de España.
También ya quedan lejanos los más de cien barcos de pesca, que con su contribución, animaban una bulliciosa lonja. ¡Cuántas más cosas, donde el guarismo cien la hizo destacar entre las poblaciones vecinas y lejanas! Había que desplazarse hasta Sevilla para ver por cientos, palmeras y palacios, y esto, gracias a la Exposición Iberoamericana del 1.927.
Hoy compruebo con pesar, cómo el paisaje del Parque Calderón está cambiado; las palmeras se han transformado en un Parthenón de desmochadas columnas, cuyos capiteles han sido pasto de un invasor incontrolado que amenaza con convertirlo en un parque amputado; y sin su recuperación, volverá a ser testigo de la desaparición por enésima vez del guarismo centenario, aunque tengo fe en que las depauperadas arcas municipales no sean la justificación para recuperar lo perdido.
Conocemos la causa y el causante; el picudo rojo. Un miserable escarabajo que hasta ahora, ni el método de lucha biorracional de las feromonas ha podido con ellos. Sin duda, la nostalgia me domina dando lugar a estos versos libres que dedico a nuestro Puerto de Santa María.
Qué grande osadía la mía
intentar glosar al Puerto
con Alberti siempre vivo
universal poeta, ahora yerto.
Ese Puerto de palacios
de antiguo y recio abolengo,
esos patios de vecinos
adornados con macetas,
y las macetas con flores
y las flores perfumadas
y el perfume en el viento
que al transformarse en levante
parieron salinas bravas,
salinas, y salineros.
Y aquellas calles maltrechas
de adoquines sin concierto
que Juan Lara perpetuara
con su pincel de portento,
que también se fueron yendo...
Esa recoleta playa
que se la llama Puntilla,
que en trasunto convirtiera
la rutina de la vida
del mentidero del Puerto.
Dónde están esos barquitos
de los viejos pescadores
que ganaban su sustento
con ubérrimas cosechas
de bahía generosa.
Todo eso era el Puerto.
¡Quien podrá cantar ahora
y ganar en la porfía,
entre lo que fue aquel Puerto
y este de Santa María!
Alberto Boutellier
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