Hoy tengo que hacer una confesión: y es la sensación del tiempo perdido. Con lo escasa que es la vida, y lo efímero de su goce, he despilfarrado este don entre sueños no cumplidos, quimeras harto ambiciosas, rutinas alienantes y vacíos incomprensibles. He comido más chícharos que helados, y usado más el impermeable que caminar descalzo por el rocío que aún retiene la hierba.
Hoy sentado en el velador del mejor rincón del Bar Vicente, el reservado para el patriarca de los Sordos; en el corazón del mentidero portuense, con la mirada perdida a través de los cristales, repaso algunas de mis incontables carencias. Tras cuarenta años de “paracaidista” –expresión acuñada por D.Luis Suarez para calificar a los que no siendo porteños, abrazamos su bandera y decidimos adquirir el derecho y el honor de serlo- lamentablemente, he llegado a conocer más su aspecto externo, que sus habitantes.
Nunca me he preguntado el por qué el Bar Vicente se matiene impávido con el devenir de los tiempos; y no me refiero a su aspecto centenario y su merecida distinción como Patrimonio Histórico, sino a las personas, al equipo humano, y a la dinastía de los Vicentes que son trasunto de las matrioskas, esas muñecas rusas, afines a la teoría cosmológica de que cada universo está anidado en otro mayor. La primera, Vicente Sordo el patriarca; dispuesto a cumplir el próximo decenio y llegar a la centuria. De su interior, más pequeño, otro Vicente Sordo: este, navega en esa indefinida edad en que se vuela inclinado, aferrando una mano a la juventud que se escapa, con la otra, rozando sin temor el tercio vital de la sabiduría, y en su vientre, el último de los clones, casi certificando el prosaico cambiable bancario de 30,60 y 90, con algún pequeño desajauste.
Aquí quería llegar cuando al comienzo de este artículo citaba mi tiempo perdido. No he podido beber de la experiencia del abuelo, y me queda lejos confraternizar con el nieto; pero he comenzado a disfrutar y seguir aprendiendo al descubrir, que en el interior del padre, el que gobierna el timón, hay una caja de sorpresas; como en casi todas las personas, pero este, es capaz de transformar al desconocido en cliente, al cliente en amigo y al amigo en hermano. Cuando alguien te estrecha la mano, unos te transmiten abulia, te la dan como si fuese un lenguado; otros por su posición, establecen distancia empujándola hacia ti; otros descargan, en una demostración de falso poder, toda la fuerza hasta convertir tu mano en un revoltillo crujiente de metacarpos, carpos y falanges…Otros al fin, como Vicente, transmiten calor, afecto, energía positiva, sentimientos sin aspavientos, con naturalidad, huero de hipocresía comercial, y a veces, te regala un fraternal ósculo. Este es mi amigo Vicente, el depositario del arcano de los Sordos. Y este es el bar Vicente al que siempre que puedo visito, y al que ya conozco por dentro.
Y yo lamento no haber coincidido ambos en el rincón del Bar Vicente a tomarnos unas cañitas, durante el viaje que pasado año realicé por Cádiz.
ResponderEliminarUn abrazo
No te preocupes Felipe, hay más días que olla. Cuando llegue ese momento, tu me enseñas a hacer un reportaje monumental, y yo a ti, donde están las mejores tapas... si la crisis nos lo permite. Un fuerte abrazo
ResponderEliminarLa vida amigo Alberto es como tratar una buena receta que has recibido, al final te das cuentas que le has puesto demasiada sal y ya no tiene remedio. Sólo queda saborearla y disfrutarla agregando más vino al vaso. Un abrazo y a seguir disfrutándola mucho tiempo
ResponderEliminarSabia sentencia de un buen filósofo granaíno, y además amigo mio.
ResponderEliminarY por cierto... ¿Donde se ven las fotos?
ResponderEliminarCeci, entra en google y pones:
ResponderEliminarGentes y habitantes de El Puerto de Santa María -Las muñecas rusas-
y ¡voila!
tiempo de balances en que comprobamos lo mucho que quisimos hacer y en todo lo que queda por cumplir...Beso
ResponderEliminarQue siempre es escaso, Teresa,un beso
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