Intento encontrar respuestas tal vez irracionales a
preguntas razonables. Me sumerjo en esa maravillosa tela de araña que
constituye el dédalo de nuestras terminaciones neuronales, en pos de una luz
que disipe las tinieblas de mi ignorancia. En mi quimera, consigo llegar hasta
el sistema límbico, y allí descubro al íntimo hipotálamo, ahormado por el abrazo del hipocampo. La ciencia nos enseña
que en el primero se generan las emociones y en el segundo se archivan.
¿Por qué esta torpe incursión mía en el mundo científico donde el cerebro se erige como la
máquina más perfecta que pueda imaginarse?
Pues simplemente, por
una inexplicable coincidencia, hace unos días percibí en una tahona el olor a pan que en alguna época me era normal. Me
detuve un momento. Cerré los ojos durante un instante. Sentí como mi hipocampo
se estremecía, se alteraba, gritaba al
tiempo que sacudía mi memoria. Me reprodujo un olor archivado durante setenta
años. Me lo repitió tal como era. Extrajo mi imagen de su seno y me vi con diez
o doce años. Siguió hurgando y me transportó al Valle de Arán de los años
cuarenta, donde viví durante doce meses las cuatro estaciones. Siguió pródigo
en recuerdos. Rememoré el olor del heno recién cortado por las guadañas de aquellos payeses que, empuñadas a dos manos y
describiendo semicírculos, segaban la vida verde para convertirla en alimento.
En los descansos intermitentes aprovechaban para, de una funda de cobre
amarrada a la cintura, extraer aquella piedra de afilar con la que acariciaban
cuatro o cinco veces cada cara de la siempre siniestra figura y contemplar el
brillo refulgente de su filo. Podía oír los roces de la piedra sobre acero...
El rumor torrencial de las aguas del Garona… saltando las redondeadas piedras,
refugio de las truchas arco iris. Los silencios infinitos de los prados, solo
heridos por el mugido aislado de aquellas vacas de piel canela. Y la búsqueda
de los rovellons tan fáciles de
encontrar e identificar. Y las nueces al pié del nogal con una pequeña tronera
por donde las ardillas había extraído el fruto. Y la nieve de la que no percibo…
ninguna sensación de frío; solo su blancura… Un año de cálidos olores y sensaciones. Un regusto amargo de algo
perdido y una sensación de agradecimiento porque mi pituitaria es capaz, a
través del archivo de mi hipocampo, activar estos recuerdos que solo en
contadas ocasiones surgen espontáneos y cada vez es más difícil rescatar.
Por eso mi pregunta razonable es saber, si en la terrible
amenaza del Alzheimer que sobrevuela
nuestra vejez, el hipotálamo, celoso guardián de nuestros arcanos, en su
intimidad, permite a los poseídos algún extraño atajo que les lleve a revivir
sus recuerdos, que aunque sin poderlo exteriorizar, al menos en alguna ocasión,
se pudiera apreciar el esbozo de una sonrisa que hasta el momento está vedada y
nos enviaría el mensaje de un momento de felicidad...
©Alberto Boutellier
A mi me gusta recordar todas esas cosas, aunque en ocasiones parezcamos abuelos cebolletas. Feliz Año Nuevo desde mi mejana
ResponderEliminarhas creado un monstruo!!
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