viernes, 18 de diciembre de 2015

LAS LAGUNAS DE EL PUERTO DE SANTA MARIA


Tras un sábado de confirmación a las esperanzas y frustraciones políticas previstas llegó un domingo que, como dicen los marineros, era de calma chicha en lo emocional, no en el climático, que amenazaba una posible tormenta. La mañana se debatía entre claros, nubes y una ligera brisa del norte que mantenía la temperatura agradable.
Hacía tres años aproximadamente que no volvía, desde aquella primera vez que descubrí esa joya de la naturaleza a escasos kilómetros de El Puerto de Santa María. El aquel momento impresioné mi retina con una laguna Salada que alcanzaba su mayor plenitud tras unos años de abundantes lluvias. La laguna Chica, rodeada de arbustos, eneas y juncos, tarajes y carrizos, había concentrado la gran diversidad de avifauna que, protegidas por esas barreras naturales, se solazaban y criaban sin temor a agresiones medioambientales y la escasa presencia humana. Describí con detalle en un relato que figura en mi novela “Volando a media altura”, las emociones recibidas y me prometí una nueva visita con la esperanza de ver la más pequeña de las lagunas, La Juncosa, que en aquellos momentos tenía escaso caudal embalsado y apenas fauna.
Días antes mi hija Mar, gran aficionada a la fotografía además de a la naturaleza y a los pedruscos fósiles, había visitado la Juncosa y, a pesar de soplar un levante inmisericorde, consiguió unas fotos preciosas.
Fui a verla el domingo y nos costó muy poco ponernos de acuerdo para visitar La Juncosa, que contaba con un aceptable nivel de agua y ver La Salada y La Chica, que ella desconocía. El valor ecológico de esta reserva natural se fundamenta en que es el hábitat adecuado para la conservación de aves, como las fochas cornudas, la malvasía, el ánade rabudo, la cerceta pardilla, el pato colorado, la avefría, los flamencos y otras especies, algunas en peligro de extinción y que en Doñana, por su extensión, solo puede verse con prismáticos.
La excursión la complementó el paisaje que nos acompañaba. Por el serpenteante camino rural, pudimos apreciar las preciosas flores amarillas de los cactus con los incipientes frutos de las chumberas. Los palmitos abigarrados. Las extensiones de mieses con el dorado de tallos y espigas inclinadas dispuestas al sacrificio de la siega. Otras extensiones ya segadas que alfombran los surcos de paja tras haber rendido, tal que la bendición bíblica, ciento por uno de los granos sembrados. En los ligeros altozanos, oteros y otras pequeñas elevaciones aún se disfrutan de los verdes brotes del algodón, o las extensiones de girasoles siempre de espaldas al sol. Y por fin, el silencio de la naturaleza solamente acariciado por el rumor de los piares, los chapoteos de las anátidas y los gritos alertadores de peligro de las urracas sobrevolando nuestras cabezas y advirtiendo a sus congéneres, que unos intrusos se acercaban a su intimidad. Escondidos entre los juncos, Mar hace que mis palabras pierdan valor, y solo sus continuados cliks dieron como resultado estas imágenes que hablan por sí mismas.

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